sábado, 13 de diciembre de 2014

Una partida de ajedrez

 
 
En el mundo real, como en el ajedrez, el poder se ejerce como un duelo de voluntades. Es un campo de batalla donde los contrincantes se enfrentan sin tregua. Podría decirse que sin misericordia, con el único afán de ganar territorios y obtener la cabeza del otro.
 
Son hombres los que, generalmente, ejecutan los designios del poder. Bajo una máscara de afable urbanidad, ellos deciden quienes son torres y alfiles, a qué rey proteger o sacrificar. Como los individuos de la imagen, los poderosos -amables y educados- saben que un simple movimiento en el tablero puede desencadenar una guerra.
 
Lo que ellos ignoran es que su dominio es relativo y que no se puede vencer a la humanidad tan fácilmente. Porque, entre tanta desolación, de repente, surge la sonrisa clara e inocente de un niño. Como el pequeño de la fotografía, que emerge de entre los escombros por una calle rota, como su porvenir.
 
En cualquier situación de crisis, ya se trate de guerras, pobreza o catástrofes naturales, los niños son las mayores víctimas. Aunque también es cierto que ellos nos recuerdan que la vida sigue. Son criaturas vulnerables emocionalmente, pero luego descubren una bicicleta y son capaces de alcanzar un momento de felicidad.
 
El niño de la imagen, un simple peón en el tablero de ajedrez, ha decidido seguir jugando. No importa que nadie lo acompañe en la partida. A pesar del barrio devastado donde vive, él se divierte y nos enseña que, con un poco de alegría, es posible hacer un Jaque Mate perfecto a la desgracia.