viernes, 13 de febrero de 2015

Arañas



Paralizado como estoy desde hace años, la perturbadora presencia de mi madre es mi única compañía.


Acaba de salir de casa. Es la clienta favorita de Rosa, la chica que vende lanas en la calle del Perill. Es una buena tejedora pero un mal bicho, mi madre. Cuando la observo me pregunto dónde quedó su belleza. Aquel cuerpo estilizado de piernas perfectas que eran la envidia de la familia y el barrio. Sus largas y seductoras piernas, “igualitas a las de Marlene Dietrich”, decía entre risas. Hoy, se han convertido en dos escuálidas y retorcidas hilachas que soportan el peso de un abultado vientre, cada vez más grande y redondo.

Desde la muerte de papá, ella quedó muy tocada. Estaba convencida de que él regresaría de uno de sus tantos viajes y lo esperaba tejiendo y destejiendo sueños e ilusiones. Los médicos le diagnosticaron algo así como un complejo de Penélope. Poco a poco, se fue transformando en un ser sigiloso, pero sombrío. Siempre vestida de negro. Siempre enganchada a su inacabable tarea, creando su propia mortaja y arrastrándome a este delirio en el que vivimos.  


Mis ojos tropiezan con una fotografía de mis padres. ¡Qué guapos eran! Ella, sobre todo. ¡Por Dios, qué fue de esos brazos tan cálidos que me acunaban! Aquellas manos que me acariciaban de niño. Deformadas por la artritis, ahora parecen unas tenazas de dedos huesudos que no cesan de moverse, hilando y deshilando las mejores lanas de Australia.


De niña, a mi madre le gustaban los insectos. Le cautivaba observar a las arañas del jardín tejer sus delicadas telas para atrapar a moscas y grillos. Muchas veces, ella misma les facilitaba las presas. Le excitaba ver cómo las devoraban, poco a poco, con ese “crac, crac” casi imperceptible.

Yo, de niño, tuve una tarántula que se llamaba Lola. Aprendí que son carnívoras, ágiles, fuertes y algunas son venenosas. Lola era mi única amiga porque mamá no me dejaba salir a jugar al parque. Aunque fui un niño sobreprotegido y enfermizo, salí adelante y fui feliz. Estudié una carrera, me fui a Estados Unidos, tuve una novia y cuando me iba a casar con ella, ¡zaz! mi madre me avisó de que papá había muerto. Nunca supe de qué.


Ha llegado. Lo se por el chirrido de la puerta. Nunca escucho sus pasos.
Desde este rincón donde estoy inmovilizado, veo acercarse su diminuta cabeza anclada a ese inmenso cuerpo en el que no existe un milímetro de cuello. Una cabecita de la que sobresalen sus ojillos inquietos y una mueca que pretende ser sonrisa y de la que destacan dos pequeños colmillos. Viene a darme el beso de las buenas noches. Me aterra su presencia.


A veces me gustaría soltarme, pero ya no tengo más fuerza. Estoy atrapado en esta maldita red de sedas, linos y algodones que mi madre me ha tejido…desde siempre.