martes, 31 de marzo de 2015

Fauna urbana



Hay que ver la clase de fauna que uno se encuentra en cualquier McDonald’s a las 10 de la noche. ¡Nada que ver con las colas de guiris del mediodía, ni con los niños gritones a la hora de la merienda!

Hace un par de días, volvía de una conferencia sobre los beneficios de la dieta mediterránea y los perjuicios de la comida basura. Venía muerta de hambre y el bar de la esquina estaba cerrado. A esa hora, lo único que distinguieron mis cansados ojos fue la hamburguesería de la gran m. ¡Cosas del destino!

Localicé un rincón alejado. A dos mesas de la mía, una mujer muy alta y robusta, vestida con un enorme blusón blanco y negro, masticaba apaciblemente una ensalada. Sus ojos mansos y su mirada clavada en un punto fijo me hicieron pensar en una vaca. Y es que hay gente que tiene más de animal que de humano.

Más allá, cerca de la salida, un hombre mayor, delgado y elegantemente vestido, escribía sin parar en una libreta de tapa negra. Me llamó la atención su estilográfica Montblanc y la profusión de sus palabras. De vez en cuando levantaba la vista de la mesa, donde se enfriaba el cuarto café cortado de la noche, y volvía a su escritura como si hubiera encontrado inspiración. Si hubiera sido animal, sería un flamenco, pensé.

Deglutía yo la hamburguesa estrella, diseñada expresamente por un chef dos estrellas Michelín, con la vana ilusión de estar comiendo alguna delicia más o menos decente, cuando a mis espaldas escuché la conversación de dos hombres. Por su acento, deduje que eran cubanos (por su acento y porque tuve un novio cubano durante cinco años…el espíritu y la elocuencia me los conozco de sobra).

Uno era más joven que el otro y parecía que llevaba un tiempo viviendo fuera de la isla y sin visos de regresar a ella. El más viejo, sonaba a recién llegado y con la expectativa de quedarse. Ambos, en su mejor versión habanera, salpicada de vehemencia y materialismo dialéctico, discutían sobre las ventajas y los inconvenientes de la telefonía digital.

 
-         ¡Chico, pero de qué planeta tú vienes!, dijo el más joven.

-         ¡De ninguno y clarito te dije que lo que yo quería era un teléfono “normal”, de teclitas, que solo me sirva para llamar y recibir llamadas!, casi le gritó el viejo.

-         Pero, asere, ¿qué no entiendes que aquí si no tienes “uasap”, no eres nadie? ¿Que en la isla no hay “esmarfons”? Chico, todos los jóvenes en la Habana si no lo tienen, lo sueñan.

-         A mi me importan tres pares…lo que sueñen o tengan los jóvenes en Cuba. Yo lo que quiero es no complicarme más la vida, que ya esta de por si bastante complicada, con un artilugio de estos.

-         Ya lo sé, ya lo sé. Pero acá, o te modernizas o te quedas rezagado por el camino. Atiende, por enésima vez, aquí tienes que poner tu nombre clave o PIN para acceder y bajarte todas las APS que quieras.

-         Y yo pa’ que coño necesito unas APS, si yo solo quiero llamar y recibir llamadas. Solo eso, caballero… ¿es mucho pedir?

La discusión se iba volviendo más áspera a medida que el viejo cuestionaba la existencia de programas, aplicaciones y demás mecanismos del aparato. Áspera y cómica a la vez. Mientras el joven trataba de explicarle el funcionamiento de Internet en el móvil, el otro le recriminaba al capitalismo salvaje y neoliberal todo lo que pasaba por su mente, desde la hamburguesa con doble queso que se estaba zampando, hasta el más elemental avance de la tecnología. Sin embargo, sus argumentos no eran vacuos ni producto de su inflamada verborrea antisistema.


-         Mira hermano, no es que yo sea un guajiro comemierda recién bajado de la Sierra Maestra. Lo que pasa es que me niego a obedecer los dictados del colonialismo digital.

-         ¿De qué? ¡Chico, tú deliras!, le decía el joven mientras verificaba los últimos whassaps que le habían llegado.

-         Mírate a ti mismo. No puedes dejar de ver el móvil cada 5 minutos. Eso es lo que yo quiero evitar. Rehúso a tener que estar conectado de por vida, aceptando contenidos inútiles y revelando mis datos personales a Google para que luego se los venda a otros.

-        

-         Me niego a estar “geolocalizado” permanentemente. Ya bastante “geolocalizado” estaba yo en Cuba.

-        

-         ¿Me estas oyendo?, preguntó al joven que contestaba dos correos mientras aquel esgrimía sus argumentos más críticos. ¡Me cago en el “Zukerber” ese y en todos sus muertos!, añadió el viejo.

El casi monólogo continuaba. El recién llegado citó a todos los apocalípticos e integrados de la cultura de masas y de la moderna telefonía digital y, desde luego, a las madres que los habían parido. De pronto, cuando quedaba claro que no llegarían a ningún lado, surgió ese pequeño destello de la cubanía que deja a un lado las diferencias para enfatizar aquello que los une e identifica: el recuento de los amigos que quedaban en la isla.


-         Para...para. Hagamos una cosa. Mañana mismo te consigo un Nokia y dejamos esto por la paz. ¡Qué pesado te pones, chico!

-         Vale…vale, descansó el viejo. Por cierto, ¿te conté lo de Tamara y Usnavy?

-         ¿Usnavy, el mulatico aquel que tocaba el piano? ¡No me digas que se empató con la Tamara! ¡Madre mía! Asere, ¿y qué fue de la vieja del 24?

 
Las aguas habían vuelto a su cauce. En lo que limpiaba la bandeja y me disponía a salir, me vino a la cabeza la imagen de las urracas parlanchinas de los dibujos animados. Este par lo clavaba. Hay que ver la fauna urbana que se encuentra uno cuando menos se lo espera.


domingo, 29 de marzo de 2015

Aplausos


a Carmen Aristegui

“10 euros la jornada, más bocadillo y refresco. Además, nos llevan y nos traen en autobús. ¿Cómo ves? ¿Te apuntas?”, le espetó Maruja, la vecina cotilla y tele-adicta que andaba organizando el viaje al programa de televisión de mayor audiencia. Necesitaban público y ellos, jubilados ociosos y aburridos, eran los más indicados para sentarse durante horas a aplaudir a un montón de mentecatos.  

 
¡10 euros! Sonaba tentador, sobre todo después de haber malvendido su Olivetti portátil a una tienda vintage y su amadísimo María Moliner (primera edición) para completar el alquiler del mes pasado. Sin embargo, más que los 10 euros, la invitación le reabría un viejo deseo de venganza. Sí, ésta era la oportunidad de reivindicar lo que injustamente le habían quitado.

 
Habían pasado 30 años desde que el dueño de la televisión más influyente y poderosa del país la había despedido. No, no la había despedido… ¡la había echado por ser la mejor guionista, la más rigurosa, la más brillante y laureada! Sus textos gozaban de gran prestigio y sus comentarios eran sumamente valorados al diseñar las series más aclamadas por el público. Entonces, llegaron ellos. Los jovencitos recién salidos de aquella universidad pija empezaron a desmantelar la empresa y a llenar de contenidos vulgares todos y cada uno de los programas.

 
De camino a la emisora, le vino a la cabeza, una vez más, el episodio que fue la gota que derramó el vaso. Le habían encomendado el guión de un reportaje especial sobre el SIDA. Era un tema difícil de abordar en aquellos tiempos por la ignorancia y los prejuicios que había en la sociedad. Ella le dedicó horas de investigación escrupulosa. Se empleó a fondo en la redacción y la edición de cada capítulo; hasta la música y la tipografía de las entradas fueron minuciosamente examinadas. Los médicos encargados de supervisar el contenido final quedaron tan satisfechos que deseaban presentarlo  ante la Organización Mundial de la Salud como “ejemplo de respeto y rigor periodístico”. Pero llegó el hombre más poderoso de la televisión, con sus ínfulas de grandeza y arrogancia. Después de ver el video, le exigió algunos cambios que la obligaban a tergiversar la realidad y a desinformar a la audiencia. “Para que me entiendas”, le dijo, “el enfoque que quiero es de este color”, y señaló un lápiz amarillo, “¿está claro?”.

 
Hasta aquí podíamos llegar. Ella se negó a transformar el programa. No podía pasar por encima de la dignidad de las personas y la confidencialidad de sus testimonios. Así pues, “el patrón”, como exigía que le llamaran sus subalternos, la despidió sin miramientos amenazándola con prohibirle la entrada a su empresa y a las de todos sus competidores. Ella nunca logró conseguir otro trabajo igual. Las puertas se le cerraron una tras otra. De vez en cuando, los amigos le echaban una mano pidiéndole alguna corrección de estilo. Escribió horóscopos, discursos políticos, boletines de prensa. Como pudo, fue tirando.

 
Treinta años habían pasado desde la última vez que pisó aquellos estudios que conocía como la palma de su mano. Poco habían cambiado las instalaciones y estaba segura de reconocer los vericuetos que llegaban a la oficina del “patrón”.

 
La rabia que durante años le carcomió el alma y creía superada, regresó con una furia inaudita. Logró desprenderse del grupo de jubilados y subir al piso de los directivos. Tenía que visitar a ese dictadorzuelo que le había arruinado la vida y decirle unas cuantas verdades, aunque fuera demasiado tarde. Recordó el pasadizo que llegaba directamente a su despacho. Con cautela lo recorrió intentando no hacer ruido, aunque el latido de su corazón estuviera a punto de delatarla.

 
Abrió la puerta. El hombre más poderoso de la televisión estaba ahí. Hecho una ruina. Sentado frente a la ventana de siempre, pero ahora conectado a un respirador y a una silla de ruedas, ya no infundía tanto miedo. Se acercó poco a poco. Él ladeó la cabeza al oír sus pasos. Sus ojos se encontraron. Los de ella enfurecidos; los de él, apagados y casi ciegos. Entonces le dijo: “Soy Gloria Corona y vengo a cobrarle una deuda pendiente desde hace 30 años”. Las manos temblorosas del que fuera su jefe intentaron llegar al timbre del escritorio para pedir ayuda. Ella lo impidió. “¿Se acuerda? Usted acabó con mi carrera, pero ya veo que la vida se lo está cobrando con creces”. Lo vio tan disminuido por la enfermedad, tan poquita cosa, que ella solo atinó a esbozar una sonrisa de triunfo. Él la miraba aterrado, imaginando acaso que fuera capaz de desconectar el pulmón artificial que lo mantenía vivo. “¡Quién lo iba a decir! El hombre más poderoso de la televisión es una piltrafa, un despojo humano a punto de palmarla”. No supo de dónde sacó fuerza y ánimo para dar media vuelta y salir del enorme despacho sin atreverse a tocar el mecanismo de aquella máquina. La vida, o la muerte, se encargarían de hacerlo.

 
Bajó por los atajos de su juventud y se reincorporó al grupo de jubilados que ya se enfilaba a las gradas del auditorio. Ella no necesitó que el jefe de piso le diera señales a la hora de aplaudir. Fue tal el entusiasmo y la alegría, el ritmo y la cadencia que imprimió en cada palmoteo, que el equipo de producción decidió ficharla para próximas emisiones. ¡Por fin había llegado su momento de gloria!

 

jueves, 26 de marzo de 2015

Papalotl


a Francisco Toledo
 
¿Qué hace un hombre viejo volando papalotes? Papalotes, y no cometas de papel. Mariposas, en náhuatl. El origen de la palabra lo dice todo.
 A simple vista podría pensarse que se trata de un lunático que ha perdido el último clavo de la cordura. O de un marihuano que anda corriendo por las calles porque necesita recordar que algún día fue niño. Algunos dicen que es el hombre más juicioso del país. Puede ser las tres cosas.
Este viejo-loco, niño-sabio, vuela no uno, sino cuarenta y tres papalotes que encarnan cuarenta y tres vidas truncadas por la barbarie. Cuarenta y tres papalotes que arrastran sus largas y blancas colas de hilacho, que juegan con el viento y el sol, y cortan el aire –y la respiración- como rápidas y silenciosas saetas. Nada, ni los árboles ni las nubes pueden alcanzarlos, ni siquiera el horror que rompió las vidas de cuarenta y tres jóvenes, pobres, indígenas, futuros maestros de indígenas pobres, igualitos a ellos, que revolotean sobre nuestras conciencias.
Seis meses han pasado desde la masacre. Este viejo-chiflado, niño-sabio, es solo un artista iluminado, acaso el más grande de todos, que nos recuerda con sus papalotes blancos y luminosos que la vida también se parte con un sonoro crujido, como el hilo que permite el vuelo de sus mariposas de papel.


jueves, 19 de marzo de 2015

Orshbud

Al calor de una probable herencia, los sobrinos de la tía Leila la rodearon en su lecho de muerte. La pobre vieja languidecía entre almohadones de seda y crucifijos de marfil. Un cirio puesto a San Judas Tadeo parpadeaba a punto de extinguirse.
 
“Orshbud”, musitaron de repente sus labios moribundos. “¿Orshbud?”, exclamaron todos en voz baja. “¿Será la clave de acceso al ordenador?”, pensó Beto, el más joven, pero recordó que la tía nunca tuvo uno, a lo más que llegó fue a un vídeo VHS donde veía sus películas favoritas.
“¿Será el nombre del banco suizo donde tiene el dinero?”, sospechó Daniel, el sobrino emprendedor que siempre estaba en la ruina, mientras sumaba y restaba mentalmente el patrimonio de la solterona.
Entonces, Renata, la melodramática de la familia, se atrevió a decir en voz alta lo que todos adivinaban: “Es su último estertor. ¡Se nos ha ido la pobre Leila!”. Su hermana Carmen dio un brinco y entre sollozos recorrió la vista por aquel cuarto encerrado y oscuro intentando localizar la cajita de las joyas. “¿Dónde la habrá escondido? ¿Orshbud no era el nombre de su diamante favorito?”, se preguntó sonándose ruidosamente la nariz.
 
Todos, menos Juan, hacían cuentas, saldaban deudas, planeaban viajes imaginarios. Juan era el sobrino que mejor conocía a la tía Leila porque era el único que la visitaba. Pasaban tardes enteras hojeando viejos álbumes de fotos de cuando ella hizo sus pinitos en Hollywood. ¡Era tan bella que hasta el mejor director de todos los tiempos sucumbió a sus encantos! Tía y sobrino disfrutaron de inolvidables tardes de buen cine, llorando en la última escena de Casablanca, o carcajeándose con alguna película de los Hermanos Marx.
 
Solo él conocía el significado de aquella extraña palabra. Bastaba con revisar el vídeo para darse cuenta de que la última película que Leila vio antes de morir fue Ciudadano Kane y que, ya sin dentadura postiza y paralizada de medio cuerpo, lo único que intentó balbucear fue “Rosebud”.  
Nadie entendió por qué Juan guiñó un ojo y sonrió con picardía al techo. Era su adiós al espíritu de Leila que ya volaba a los brazos de su amado Welles.