domingo, 31 de mayo de 2015

El gol de Messi



Para que regrese pronto
 la luminosa sonrisa de mi querida Nené.

¡¡Me cachis en todos los santos del firmamento, y que Dios me perdone si olvido alguno!! ¡Ay, mi Señor, perdona este lenguaje tan procaz! Ya se que la ira es un pecado muy feo y que esta manera de expresarme no es propia de un hijo tuyo,… pero es que, ¡ya no soporto un balonazo más de aquel niño gordo, el que trae puesta la camiseta de Messi! ¡Ése! ¡Mira que usarme de portería! ¡A mi, San Dionisio, que fui el primer obispo de París!

¡Perdóname, Dios mío! Tampoco quiero pecar de soberbia, pero lo que ha hecho el estúpido concejal de urbanismo de este barrio… ¡no tiene nombre! Yo, que atravesé las Galias para llevar tu palabra a los bárbaros y descreídos, que crucé ríos y montañas para compartir el Evangelio, que sufrí la persecución de Aureliano, que perdí literalmente la cabeza por ti,… creo que merezco un poco más de respeto, ¿no te parece? Haberme puesto aquí en este jardincito perdido de Montmartre, que no sale en ninguna guía turística, a donde solo vienen jubilados tristes y niños insolentes, ¿no es acaso una vergüenza?

No es por refrescar la memoria de nadie, pero todavía recuerdo aquella fría mañana de otoño cuando en la Île de la Cité fui injustamente torturado y sacrificado en tu bendito nombre, junto a mis inolvidables compañeros Rústico y Eleuterio. ¡Me acuerdo y se me vuelve a poner la piel de gallina! Lo de nuestro martirio fue espeluznante, pero lo de mi decapitación fue algo es-pan-to-so, dolorosísimo y muy sangriento. En aquellos tiempos, recordarás, oh, Dios de todos los Hombres, que las hachas no estaban muy bien afiladas que digamos. Ya me hubiera gustado a mí la precisión casi quirúrgica de la guillotina.

Y luego, a tropezones y ensangrentado, tener que recoger mi digna cabeza y andar ¡seis kilómetros! atravesando charcos pestilentes y un montón de callejuelas rebosantes de mierda de Montmartre. ¡Eso fue atroz! Si no hubiera sido por aquella piadosa mujer que me ayudó a enterrar mi exquisita testa, no se que hubiera sido de ella, ¿acaso devorada por hambrientos perros salvajes? ¿hubiera servido de pelota a algún antepasado de aquel niño gordo?

¿Qué quieres que te diga, oh, Padre mío? Aquí me siento muy solo, viene poca gente, muy pocos jóvenes y, encima, tengo que soportar que las palomas me caguen y los perros orinen mi humilde pedestal. Si este sacrificio representa una prueba más, oh, Dios Eterno, envíame una señal y con humildad y amor la cumpliré. Si no es así,…


-          ¡¡Gol! ¡Gol de Messi!!…


¡Ayyyy, niño! Menos mal que lo metiste por donde antes estaba mi cabeza, que si no… la próxima vez, te regreso la pelota y te pego una hostia… ¡que te espanto hasta al ángel de la guarda! ¡Farruco, mocoso maleducado, so pelmazo…!

 

 

viernes, 29 de mayo de 2015

Máscara vs. Cabellera



“¡Pelearaaaán 10 rounds! En esta esquina, el actual líder celestial, amo del cosmos y rey del sol… ¡Tonatiuh! (ovación del respetable público). En esta otra, el padre del agua y de la tierra, el campeón de los relámpagos y la lluvia… ¡Tláloc! (la concurrencia aplaude con enjundia)”. El universo convertido en arena de lucha libre. Comienza la función.


Seis de la tarde. Ciudad de México. Avenida Reforma, Ángel de la Independencia - Glorieta de la Diana. 350 metros que me parecen eternos. Miro al cielo y éste se desploma.

La lluvia en México siempre avisa. Un sonoro CATAPLUM desgarra los nubarrones negros y amenazantes que se han ido formando desde el mediodía. ¿Por qué siempre llueve por la tarde en la ciudad de México y no por la mañana? No tengo la menor idea. Un segundo CATAPLUM lanza enormes goterones de H2O y no se cuántos elementos ácidos más. A dos mil 400 metros sobre el nivel del mar, los chaparrones no pueden ser finos, ya lo dice su nombre CHA-PA-RRÓN. No son como los aguaceros del trópico que se pasean por el follaje de las palmeras y el color de las bugambilias. Tampoco es una llovizna civilizada, como la de Londres, tan puntual y elegante que nos invita a lucir el Burberry´s a juego con el paraguas de puño de madera. No. Aquí cae de sopetón, inunda calles y pasos a desnivel; empapa transeúntes y cala hasta los huesos.
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¿Por qué la gente se apendeja cuando cae la primera gota de agua? Es la pregunta del millón. Recorrer 100 metros en tardes como ésta puede ocupar 40 minutos. De mi lado derecho, un hombre de mediana edad decide apagar el coche -con lo cara que esta la gasolina, ¡para que gastarla en este caos!-, se afloja el nudo de la corbata, suelta el primer botón de la camisa y enciende un cigarrillo; acomodándose en el asiento de su BMW, prefiere cerrar los ojos e imaginar que ya está en casa. De algo le han servido los cursos de meditación ZEN del mejor SPA de Valle de Bravo. A mi izquierda, en una camioneta roja que parece calentarse, una joven madre, agobiada por el tráfico, empieza a propinar manazos a diestra y siniestra a los tres niños que van en el asiento de atrás. Niños también agobiados que, además, tienen hambre y ganas de hacer pipi.
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Los coches no avanzan y el chubasco arrecia. Vivo en una ciudad caótica por naturaleza, mal diseñada desde el principio de los tiempos, donde los desagües vomitan agua color marrón y los coches quedan varados a mitad de la avenida por andar subestimando la profundidad del charco. Por las calles convertidas en ríos caudalosos nadan medusas en forma de bolsas de plástico y desechos orgánicos que parecen especies marinas de inquietante procedencia. Mi ciudad como acuario improvisado.
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Enciendo la radio. Para mi mala suerte acaba de terminar La Hora de los Beatles y empieza el noticiero de las 18:30. ¡Ha pasado media hora y yo sigo en el mismo lugar! ¿Por qué los locutores que dan el pronóstico del tiempo son tan cursis? “Una fuerte precipitación pluvial está afectando el centro del Valle de México”. ¿Precipitación pluvial? ¡No, güey, esto es el pinche diluvio universal! Cómo serán las tormentas en México que hasta los aztecas veneraban a un dios dedicado única y exclusivamente a la lluvia. Y esta tarde, Tláloc sacó el cuchillo de obsidiana y se puso a destripar nubes, abriéndolas en canal y anegando la ciudad.
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En 20 minutos adelanto 20 metros. ¿Por qué será que siempre que diluvia me acuerdo de Armando Manzanero? Habiendo canciones tan bonitas, como aquella de Serrat (“Llueve, detrás de los cristales, llueve y llueve…”), tengo que acordarme de, “Esta tarde ví llover, ví gente correr y no estabas tú…tutututu”. ¡La neta, qué cursis somos los mexicanos! Se me acaba el repertorio musical y esto no avanza ni madres. ¿Será que nos quedaremos a vivir aquí, durante meses, como en el cuento de Cortázar? O, ¿es que la tromba durará cuatro años, once meses y dos días como en Macondo?
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Ya falta menos para llegar al cruce y liberarme de este atasco que seguramente me llevará a otros cinco más. ¿Por qué será que cuando llueve los policías de tránsito desaparecen? Tengo una teoría: la lluvia ácida los desintegra.

Ya se ven los vendedores ambulantes. En cuanto se pone el semáforo en rojo, salen disparados a ofrecer su mercancía. La gordita con su canasta de dulces y alegrías –solo en México hay una golosina que se llama así, alegría-, el güero de overol y sombrero tejano con sus quesos menonitas, y el chavo del periódico de la tarde, enfundado en su chamarra de colores chillones –“pa’ que no me atropellen, señito”, me dijo un día. De todos ellos, el que más pena me da es Ramiro, el niño que hace malabares con sus hermanos, y que de grande quiere ser bombero.

Ahora sí. Estoy a dos coches del cruce. Ya solo se oye el chipichipi de la lluvia cuando amaina. “Chipichipi”, ¡qué bonita palabra! Igual que “chingaquedito”, esa llovizna que nos moja cuando salimos a la calle y nos hace dudar entre abrir o no el paraguas. Hermosas palabras que dejan de hacernos gracia cuando pasan semanas y meses y la ropa sigue húmeda y los zapatos cubiertos de barro.

¡Tláloc, por lo que más quieras, apiádate de nosotros!

Miro al cielo y un trocito azul aparece entre el nuberío. Y otro, y otro, y otro más. Parece que el Sol Tonatiuh pretende disputarle el final de la tarde al mismísimo dios de la lluvia. Me gana la risa nomás de imaginar al par de soberbios en su eterno tira-y-afloja, en su función de lucha libre celestial que a los simples mortales nos dejará de propina una tarde con el aire más diáfano, los ahuehuetes más verdes y un intenso y divino olor a tierra mojada.

martes, 26 de mayo de 2015

Afinidad absoluta

A María Victoria Llamas, a quien le robé
un par de frases y montones de ideas.
 

Todo empezó como una promesa electoral. La candidata ofreció, de llegar a la alcaldía, prohibir que los indigentes durmieran en la calle. “Es un fenómeno que debemos erradicar de la capital porque ahuyenta al turismo”, enfatizó en diversas entrevistas. Además, dijo, “se sabe que muchos de ellos son de origen extranjero”. Ni tardo ni perezoso, el partido político de ultraderecha, que ya formaba parte del gobierno nacional, exigió que se distinguiera a los pordioseros que fueran ciudadanos del país de los que no, con objeto de ayudar solamente a los compatriotas. A éstos se les impuso una chapa con los colores de la bandera; a los otros, unas de color marrón, gris o negro, dependiendo de si procedían de América Latina, Europa del Este o África.

Días después, la Iglesia pidió a la candidata, muy devota del Jesús de Medinacelli, que, en el nombre de Dios, hiciera algo para diferenciar a las mujeres que habían abortado, a las que usaban métodos anticonceptivos y a las vírgenes. De esa manera, afirmaba el Nuncio, se conocería “la calidad moral de las hijas de Eva”. La candidata, con tal de ganar los votos del electorado católico, inició la entrega de distintivos en forma de triángulo: blanco para las castas, azul para las que tomaban anticonceptivos y rojo para las pecadoras. Unas horas más tarde, los líderes de las religiones minoritarias del país anunciaron su deseo de ser identificados para demostrar que su grey era mucho mayor de lo que el censo afirmaba. Salieron entonces a relucir unos rectángulos verdes (para los musulmanes), amarillos (para los evangelistas) y rosas (para los Testigos de Jehová). Otras sectas menos conocidas recibieron unos de color indefinido.

Como la “lideresa” era sumamente ambiciosa, accedió a las peticiones de filiación de prácticamente todos los colectivos de la ciudad por más absurdas que fueran. La profusión de símbolos fue tal, que llegó el momento en que no había un trozo de ropa libre de emblemas y marcas. En poco tiempo, surgieron propuestas para fichar otras cualidades y características: en qué barrio se vivía, cuál era el nivel de estudios o el estado civil, qué enfermedades se padecían, cuáles las preferencias sexuales o qué tipo de aficiones se tenía.

Al calor de las declaraciones de la aspirante a alcaldesa, que llamaba "camorristas, pendencieros e hijoputas" a quienes se negaban a ser identificados, nació también la desconfianza hacia aquellos que portaban insignias distintas. El gobierno que la apoyaba, al percatarse de las ventajas de este nuevo "divide y vencerás", emitió diversos decretos que obligaban a  todos los ciudadanos a ser registrados so pena de cárcel.

A medida que crecían las filas de individuos a la espera de nuevos logos y membretes, aumentaban las discrepancias y se ahondaban las brechas. El recelo se cotizaba a la alza. Los escrúpulos se multiplicaban por decenas.

Quedó vedada la convivencia entre desiguales. Quedó prohibido compartir casa, escuela, medios de transporte y cualquier actividad social entre incompatibles. Solo estaba permitida la afinidad absoluta.

Hartos de tanta diferenciación, día tras día, numerosas tribus, clanes y castas de toda índole abandonaban la capital del país. Ni los indigentes se quisieron quedar. Poco a poco, las viviendas se deterioraron, las fábricas y centros de trabajo cerraron y las universidades desaparecieron.

La ciudad se fue quedando sola. Los pocos que decidieron permanecer se miraban con suspicacia.

Singular y único, cada individuo quedó aislado y se convirtió en el otro. A fin de cuentas, todos acabaron siendo los demás.

Entonces, se hizo el silencio. Y toda forma de vida cesó para siempre.

viernes, 15 de mayo de 2015

Jurar en vano



“¡Te juro que no lo quería hacer!” Podría ser tu epitafio. Odiaba tanto esas palabras y, sin embargo, estoy a punto de repetirlas. No pensaba hacerlo pero recordé la primera vez que las pronunciaste. Siempre era una primera vez: el primer empujón, la primera bofetada, el primer ojo morado, la primera pierna rota…

Detestaba esas siete palabras que intentaban cicatrizar mis heridas y calmar tus culpas. “¡Te juro que no lo quería hacer!”, me decías, pero lo volvías a hacer, una y otra y muchas veces más. Y yo tenía que mentir, maquillar mi rostro, inventar una excusa. Así fue durante años, hasta que ya no pude resistir. Por eso, desde lo alto de este ciprés que sirve de atalaya a mi alma desconsolada, he decidido jurar en vano. No me lo pensé dos veces. En cuanto te vi cruzar esa puerta y andar por los estrechos caminos que vigilan decenas de ángeles de yeso y vírgenes atormentadas, supe que lo haría.

Estaba segura de que hoy vendrías a dejar las flores que tanto me gustaban, acompañado de mis llorosas hermanas que nunca me creyeron cuando les decía que Mr. Hyde habitaba detrás de tu tímida sonrisa. ¡El pobre viudo! ¡El pobre y joven y apuesto y trabajador viudo! ¡Tan buen hombre, incapaz de levantar la mano, ni en defensa propia! Por eso, en esta mañana de ruiseñores y luz de primavera, repito tus malditas palabras, “¡Te juro que no lo quería hacer!”.


Nunca se supo cómo fue que aquel rayo desgajó el trozo de lápida que limitaba mi tumba. La enorme pieza de granito que contenía la frase “Extremadamente veloz es la venganza de los muertos”, Pireo, siglos II-III d. C., aplastó tu cabeza. Los de la ambulancia no pudieron hacer nada para reanimarte. Mi alma, por fin, descansa en paz.