domingo, 26 de febrero de 2017

Un día cualquiera


 
 
A Irene le dieron la mejor noticia de su vida. ¡Había ganado una beca para estudiar en la capital! Estaba ansiosa por contárselo a su padre que no tardaría en recogerla del cole. Si todo salía bien -y a Dios le pedía que así fuera- podría estudiar medicina y curar a su mamá y mandar dinero a sus hermanos y… y… hacer su vida bien lejos. Desde niña, Irene había sorprendido a sus profesores por sus notas y buena disposición para el estudio a pesar de sus circunstancias. Por eso, no dudaron en recomendarla para obtener una jugosa beca que concedía el hombre más rico del país. “Esta chiquita, con apoyo y recursos, podría llegar muy alto”, le aseguraron.

Apenas tenía 16 años pero Irene ya había madurado lo suficiente como para saber que no quería vivir la misma vida de su pobre madre. Siempre tan abnegada, tan enfermiza, tan poquita cosa. Siempre en la penumbra, llenándose de hijos, sirviendo a todos, comiendo lo que dejaban los niños. Irene la quería muchísimo pero, a veces, le pesaba tener que ayudarla en el quehacer de la casa, sobre todo, cuando le daban esas horribles migrañas que la noqueaban dos días seguidos. Entonces, ella tenía que asumir responsabilidades que no había pedido y dejar a un lado sus deberes escolares.

Pasaban los minutos y su papá no llegaba. Era extraño porque él era muy puntual. Los últimos profesores se marcharon, no sin antes felicitarla de nuevo por sus logros, y Tomás, el conserje, se puso a barrer la entrada del colegio.

Con sus libros abrazados al pecho y la mochila cargada de cuadernos rendida a sus pies, Irene vigilaba ansiosa la calle por la que siempre entraba el coche. “¡Uy, se me hace que ya te abandonaron, niña!”, le dijo Tomás, “¿quieres que, mientras termino de barrer, te saque una sillita pa’ que descanses?”. Irene se sentó a esperar y a imaginar la cara que pondrían todos en casa cuando les anunciara que se iría a estudiar fuera. Fantaseaba con la idea de lo que sería su vida en la capital, teniendo por fin una habitación para ella sola, rodeada de libros, saliendo con nuevas amigas, echándose un novio, ¿por qué no? De repente, una mezcla de tristeza y amargura le empañó la mirada. Pensó en su madre. En lo inútil que se había vuelto desde la última vez que la ingresaron. “¡Ay, diosito, que se ponga bien! A lo mejor esta noticia la anima y se alivia”, murmuró con los ojos cerrados. Apretándolos aún más y acariciando sus libros como si de un pretendiente se tratara, Irene siguió hablando con Dios. “Señor, este es el sueño de mi vida. Yo he sido buena, obediente; me he hecho cargo de la casa, de mis hermanos, nunca le he faltado a nadie… ¡por favor!, te pido que todo vaya bien y que pueda irme a estudiar, ¡por favor, te lo pido!”.

Abrió un ojo y atisbó a lo lejos el viejo Chevrolet. Venía despacio, muy despacio. En los ojos pequeños de su padre alcanzó a distinguir unas gafas oscuras y un pañuelo blanco en su mano izquierda. Conducía lento como si quisiese retardar la llegada una eternidad. A Irene se le fue borrando la sonrisa. En su lugar, le brotó un nudo en la garganta que, sin embargo, no fue tan punzante como el ramalazo que sintió en la boca del estómago.


¡Pobre Irene! Y hay quien dice que soñar no cuesta nada.
 
 

viernes, 24 de febrero de 2017

domingo, 19 de febrero de 2017

La Baticueva



Para escribir Cien Años de Soledad, Gabriel García Márquez tuvo que encerrarse literalmente en un estudio de la Ciudad de México. Era un cuarto pequeño, hecho a la medida, en el fondo del jardín de una casa ubicada en el viejo barrio de San Ángel. Gabo había sido cautivado por una historia y durante más de quinientos cuarenta días con sus respectivas noches, no hizo otra cosa que escribirla como un poseso. En sus Memorias, él mismo cuenta que trabajaba durante horas en aquel habitáculo donde apenas cabía un viejo sillón, diversos libros de alquimia, botánica y filosofía y un escritorio en donde no podían faltar varios paquetes de cigarrillos, un buen lote de folios blancos y un florero con rosas amarillas. Durante dieciocho meses, mientras Mercedes, su mujer, sostenía afanosamente a la familia, los dos dedos índice de Gabo teclearon sin tregua la inquebrantable Smith Corona para regalarnos una de las mejores novelas de todos los tiempos.




Yo, desde luego, no aspiro a ganar el Premio Nobel de Literatura. ¡Faltaría más! En todo caso, lo que siempre había soñado era un espacio como el de Gabo, un santuario propio donde encontrar inspiración, imaginar historias e instalar mi viejo ordenador junto con el montón de ideas, recortes de periódico, libros y recuerdos que han viajado conmigo desde que salí de México. Así que cuando me mudé al piso de 50 metros de la calle Tordera, supe que lo había encontrado.
Sin vistas al jardín ni rosas amarillas, mi “santuario” resultó ser la alcoba oscura de extraña configuración (más parecida a una L que a un dormitorio digno de llamarse así) y con un par de ventanas que no dan a ningún lado. ¡Vamos, el tipo de habitación por el que nadie se pelearía! Excepto, claro está, los que necesitamos un recinto para estar solos, pergeñar proyectos, leer hasta las tantas y escribir nuestras vergüenzas.

Bautizada con el nombre de la Baticueva, dado que solo yo tengo acceso a ella y admito ser fan de los héroes de Ciudad Gótica, es desde hace dos años mi taller de ideas. En él trabajo todos los días y a cualquier hora, arropada por el mueble modular construido por mi marido (y que sería la envidia de IKEA), dos estanterías cargadas de libros a mis espaldas, y en un escritorio que alguna vez fue mesa de jardín. En la Baticueva siempre hay música. No puedo trabajar sin ella. Repartido por doquier, está lo mejor de mi biografía: fotos de la familia, postales de los amigos y un desorden de papeles que solo entiendo yo. Es mi caos organizado. 

Delante de mi ordenador y pegado con chinchetas, tengo el trozo de una carta que García Márquez escribió, en 1966, a Carlos Fuentes. En ella le confesaba: “Jamás he trabajado en soledad comparable (...), sufro como un condenado poniendo a raya la retórica, buscando tanto las leyes como los límites de lo arbitrario, sorprendiendo a la poesía cuando la poesía se distrae, peleándome con las palabras”.
Inspiración pura a la hora de escribir este texto. Así que, lo intentaré:


Para escribir Cien Años de Soledad, Gabriel García Márquez tuvo que encerrarse literalmente en un estudio de la Ciudad de México. Era un cuarto pequeño, hecho a la medida, en el fondo del jardín de una casa ubicada en el viejo barrio de San Ángel…