domingo, 10 de septiembre de 2017

Una vieja gloria del boxeo

Hora punta en la pequeña pero caótica ciudad de Florencia. Línea de autobús 32 con destino a Grassina. Un hombre mayor, robusto, con aire de galán de otros tiempos, que pudo haber sido protagonista de cualquier película de Federico Fellini, está sentado frente a una mujer madura, guapa y sonriente. Ella tiene algo de la Cardinale, quizás la mirada todavía coqueta. Ambos conversan, él le cuenta una historia y la hace reír. Los pasajeros, mientras tanto, intentan subir al autobús que se va llenando cada vez más.

De repente, el hombre empieza a entonar una vieja canción de amor. Podría ser una canción napolitana. La mujer le brinda una sonrisa de dientes perfectos, con un guiño le da las gracias y se apea en la siguiente parada. Queda claro que no viajan juntos. El viejo no se amilana y, a pesar de los empujones del pasaje y los frenazos del conductor, sigue cantando al amor con su gastada pero afinada voz de tenor. Esa balada le debe traer recuerdos de otros tiempos, de cuando era joven y era amado. Algunos le escuchan, otros esbozan una risita de condescendencia.

Unas calles más adelante, un hombre de mediana edad con una evidente cojera y que tiene pinta de ser un obrero de la construcción, ocupa el lugar que la mujer ha dejado. Parece sacado de una película de Pier Paolo Passolini. El recién llegado observa y escucha al viejo; le mira de reojo con cierta desconfianza hasta que termina de cantar. Entonces, se establece un hilo invisible de empatía, el hielo se rompe e inician una conversación conmovedora, podríamos decir que hasta cálida. Sin saber por qué, están a punto de compartir sus historias dentro de un autobús atestado de pasajeros cansados que lo que único que desean es llegar a casa.

El hombre fellinesco le confiesa al obrero passoliniano que, alguna vez, él también fue joven y fuerte, disfrutó de la vida y del amor, fue un boxeador más o menos conocido y, para demostrárselo, saca de su ajada cartera una vieja fotografía en blanco y negro donde se le ve con cuerpo musculoso. Pero los años -¡ay, los malditos años que no pasan en balde!- le han obligado a usar bastón, moverse con cierta dificultad y, ¿por qué no decirlo?, a estar solo. Entonces, el joven obrero le confiesa que él, en cambio, aunque posee la juventud y ama el deporte padece una discapacidad que le impide hacerlo. Ambos filosofan sobre las contradicciones de la vida, lamentan sus particulares desgracias y reconocen, dentro de las cuatro paredes de un traqueteante autobús, lo que tienen en común a pesar de sus obvias diferencias.

El filosófico diálogo continúa unas calles más arriba hasta que nuestra vieja gloria del boxeo llega a su destino. Con dificultad se levanta, se despide cortésmente de su nuevo amigo y baja del autobús de la línea 32, destino a Grassina. Mientras, el joven obrero lo sigue con la mirada, atento a sus pasos vacilantes y se despide con una sonrisa fraternal, como de alguien que sabe con certeza que él también será, algún día, ese hombre mayor que cantará canciones de amor a quien quiera oírlas.


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